Noviembre de 2016 quedó marcado como la prueba de lo que ocurre si se propagan las inequidades socioeconómicas: Donald Trump ganó las elecciones de Estados Unidos.
Desde entonces, los medios de comunicación, tanto estadounidenses como mexicanos, se han encargado de despotricar contra un empresario que, antes de postularse a la presidencia, era laureado como un exitoso hombre de negocios.
Una de las razones por la que es odiado (y también por la que ganó la presidencia) fue su incorrección política, cuyo tono llegó con mucha contundencia a las clases obreras blancas de Estados Unidos.
Donald Trump es un empresario sui géneris. Al contrario de sus congéneres, quienes ven en el libre mercado la mejor de las posibilidades para hacer negocios, eso le es indiferente a Donald Trump.
Su riqueza fue hecha a partir del negocio inmobiliario, una industria a la que poco le importan las barreras arancelarias, e incluso el precio de la mano de obra, pues la plusvalía hace el resto.
Por eso sus discursos hablaban de imponer aranceles altos a las empresas que se fueran de Estados Unidos, a emplear mano de obra barata, dejando a las clases populares sin empleo.
En los últimos 15 años, las grandes maquiladoras se fueron a países subdesarrollados, en donde podían explotar a trabajadores que cobraban menos, sacando grandes capitales de las economías que abandonaban.
Ningún político o gobernante estadounidense se preocupó de ese fenómeno, pues lo consideraban como algo normal del libre mercado, sin darse cuenta que poco a poco desaparecía la clase media, transformándose en pobres.
Por eso, aun cuando Hillary Clinton tuvo todo para ganar, nunca fue capaz de hablarle a todas esas personas que vieron afectado su poder adquisitivo, en la última década.
Hoy todos odian a Donald Trump porque es más fácil eso, en lugar de reconocer que un sistema económico oligárquico (al que Trump indudablemente pertenece) ha generado más náufragos que navegantes, como bien dijo una vez Eduardo Galeano.
Los Irritantes 