Vivimos en una sociedad cuyos estándares de bienestar suelen estar en lugares equivocados. Uno de los factores que en México suelen apuntar al bienestar y la comodidad son los automóviles; si tienes auto, entonces tienes dinero, vives bien y progresaste en la vida.
Algo tienen los autos, en voz de la mercadotecnia, que nos hacen relacionarlos con el progreso personal y económico, aunque en realidad sólo rematen en deudas, contaminación y flojera.
Sólo en la Ciudad de México, donde hay cerca de 20 millones de habitantes, hay más de 4 millones de automóviles, que congestionan calles y avenidas, so pretexto de mantener la comodidad de sus usuarios.
También se sabe que los mexicanos pierden más de cuatro años de sus vidas, atorados en el tránsito de las ciudades, horas que podrían usar para producir dinero, hacer ejercicio o convivir con sus familias.
Pero entonces, si la situación es tan irritante, ¿por qué los mexicanos siguen pasando años enteros para pagar autos?, ¿por qué gastan enormes sumas en combustibles con precios que nunca bajan?, ¿de verdad es tan cómodo atorarse cada día en el tránsito, oliendo el humo de los escapes?
Nadie niega que los autos tienen su utilidad en la vida diaria, pero la verdad es que a estas alturas, y en ciudades tan saturadas como la CDMX, más bien se han convertido en un estorbo, una especie de atadura que irrita, asfixia y mata lentamente.
Si bien el transporte público chilango no es muy efectivo ni cómodo, podría serlo mucho más, si enfocáramos más recursos en él y menos en tratar de que los automóviles particulares sigan avanzando.
Trabajar para pagar el auto, pagar el auto para ir a trabajar y repetirlo eternamente hasta el día de la muerte. Así viven millones de mexicanos que ven en los autos un símbolo de estatus y poder.
La movilidad de las ciudades es necesaria, pero hay que replantearla para que sea más útil a los seres humanos y menos al sistema económico dominante.