Yo, como millones más, pertenezco a una generación particularmente extraña a la que la sociedad posmoderna ha nombrado como “millennial”. Somos un grupo de adultos jóvenes que no terminamos de encajar en la sociedad establecida, pues nuestra educación y valores fueron algo distintos a los de generaciones anteriores y ya no cuadramos en sus esquemas.
Nuestros papás y mamás, crecidos entre los 50 y los 70, vivieron en un mundo donde las personas utilizaban sus cerebros para sobrevivir. Ellos aprendían mapas, direcciones, números, instrucciones, recetas y nombres como parte del conocimiento cotidiano, y eso no les parecía un reto, sino simplemente parte de lo que debían saber para ser personas medianamente independientes.
Pero no, nosotros no sabemos esas cosas porque vivimos en un mundo donde hay Internet. Si queremos llamar, el teléfono lo hace por nosotros, si queremos ubicar un sitio, el teléfono nos dice a dónde y por dónde ir, si queremos hablar, hay mil y un redes sociales con “amigos” en línea, y si queremos cocinar, tenemos tutoriales y servicios a domicilio que llegan antes de parpadear.
Y sí, nos piden demasiado para los pocos recursos sociales y morales que tenemos por haber nacido entre los 80 y los 90, en un mundo que empezaba a maravillarse con los videojuegos, el Internet y la realidad virtual que pronto entró en casa de todos.
La verdad crecimos en un mundo que se fue volviendo cada vez más fácil, vimos cómo Internet lo fue invadiendo todo y lo que antes se nos hacía complicado, poco a poco se convirtió en cuestión de un botón.
Los que son más jóvenes que nosotros no entenderán esta transición porque nacieron en un mundo donde la tecnología ya era lugar común, sin embargo, nosotros sí tuvimos el privilegio de ver cómo cambió el mundo mientras crecimos y fuimos eliminando tareas de sobrevivencia para sustituirlas por un teléfono al que llamamos “inteligente”.
¿Es tu teléfono inteligente? El mío sí, al menos lo suficiente como para decirme en qué calle estoy, cuánto tardaré en llegar según el tráfico, dónde está la pizza más cercana, quiénes son mis “amigos”, qué tan popular es mi cuerpo en el Tinder o dónde está la mejor oferta del mercado.
Y sí, lo confieso, sin aplicaciones como Telegram, Whatsapp o Google Maps yo soy casi un vegetal, ni siquiera sé dónde están el norte o el sur. Si no tuviera un mapa en tiempo real, una app de mensajes que me enviara ubicaciones o alguna manera inmediata de comunicarme con otras personas, probablemente tendría que quedarme a vivir en una banqueta como gusano, alguien que vino de alguna parte y nunca supo a dónde tenía que ir.
Y de entretenimiento ni hablar. ¿Ir al cine? voy a Netflix, ¿comprar? Aliexpress lo tiene todo, ¿leer? Kindle es mi biblioteca favorita, ¿fiesta? aplica hasta una reunión en videollamada porque qué flojera salir de casa si aquí lo tengo todo.
Y ya en niveles aún más adelantados ahora las bocinas, también inteligentes, hacen cosas tan básicas y tontas como apagar las luces, decir el clima o poner música.
Los millennials, y las generaciones que vienen atrás somos víctimas de la inutilidad que nos ha regalado la tecnología. No es nuestra culpa llegar a la adultez entendiendo menos cosas de la vida que un niño de primaria cuya instrucción es más elevada en YouTube que en la escuela.